El infierno entre mis dedos, eso llevo desde que tengo esclerosis múltiple. Un infierno que no sólo afecta a mis dedos sino a todo mi cuerpo. El infierno entre mis dedos y mi alma porque a veces la vida te destroza, te arrastra y no contenta con eso te envía una enfermedad que te hace retorcer como una hoja seca en otoño, como un animal herido de muerte pero sin llegar a estarlo.
El infierno entre mis manos, cuando no puedo sentir más allá del dolor, cuando no puedo acariciar a quien amo, cuando nadie quiere estar conmigo por miedo a sentir como me resquebrajo entre sus brazos. Ese infierno que no es de fuego sino de soledad, que no es de pecadores sino de enfermos, ese infierno en vida.
Una sonrisa amarga que trata de disimular el sufrimiento, una mirada triste que trata de ocultar el llanto, unos labios secos esperando beber del manantial de un beso. El infierno, aquello que todo el mundo teme y que sólo unos cuantos sabemos que es.
Nací en Almería, a los pies de la Alcazaba, en el cerro de San Cristóbal. Todavía estábamos en la dictadura y como algo que me ha marcado, nunca fui libre para elegir, un estigma que ha imposibilitado ascender de este infierno al paraíso. Libre, hermosa palabra cuando se anhela, cuando no se posee. Libre para vivir, para amar, para soñar, para ser yo mismo.
Tengo la mirada triste, la sonrisa amable y el corazón roto. Tengo el dolor enraizado en las entrañas como una gangrena comiéndome por dentro, pudriéndome desde lo más profundo de mi ser y en cambio he de sonreír para seguir viviendo, para soportar esta soledad que me envuelve como una noche oscura. Tengo la mirada triste, las manos retorcidas por el dolor y el alma…el alma no sé si me queda algo dentro.